El acomodador del cine Espronceda
Era un martes cualquiera en Almendralejo, un pueblo tranquilo donde las sombras de la tarde caían lentamente sobre las calles empedradas. La brisa fresca de la noche acariciaba los árboles del parque del Espolón y el Cine Espronceda, que por esas fechas aún conservaba el encanto de antaño: la fachada iluminada con luces tenues, el olor a palomitas de maíz en el aire, y las risas de los niños y adultos que acudían a disfrutar de la película del día.
A las 9 de la noche, la sesión comenzaba puntualmente, como siempre. Los pocos asistentes se reunían en la entrada del cine, donde una figura conocida por todos se mantenía firme y vigilante: Isidoro, el acomodador. Con su uniforme de chaqueta negra y su gorra, Isidoro se encargaba de que todo estuviera en orden. Su mirada severa, a menudo fría y distante, nunca pasaba desapercibida. Era un hombre que no toleraba las travesuras, y menos aún las travesuras de los chicos que, como cada martes, se colaban a escondidas para ver alguna película sin pagar.
La pandilla de los 5 ya estaba allí. Se habían reunido en el parque del Espolón, junto al cine, como siempre lo hacían antes de la función. Aquel grupo de chicos, siempre un paso por delante de las reglas, tenía un único objetivo: colarse en el cine para ver las últimas películas. Sabían que Isidoro, el implacable acomodador, no los dejaría entrar si los veía, así que esperaban el momento oportuno.
— "Hoy le damos una lección, chicos", dijo Manolo, el líder del grupo, con una sonrisa desafiante. Su voz, llena de seguridad, era la que siempre guiaba a la pandilla en sus travesuras.
La pandilla sabía que Isidoro no era un hombre fácil de burlar. Cada vez que se colaban, él los echaba fuera sin dudarlo, siempre con esa mirada de reproche y desaprobación. Pero esa noche, algo era diferente. La tensión en el aire era palpable. Había una sensación de desafío.
A las 9:05, comenzó la película. El sonido del proyector se escuchaba débilmente desde la entrada del cine, donde Isidoro, como siempre, estaba de pie, con sus brazos cruzados, observando a todos los que se acercaban. No parecía moverse ni un centímetro, su rostro tan inmóvil como una estatua, pero sus ojos, esos ojos duros, no dejaban de escanear el entorno.
La pandilla de los 5 se acercó sigilosamente. Se agacharon, se movieron con rapidez y se deslizaban entre los árboles del parque, como sombras, con el objetivo de entrar sin ser vistos. Sabían que Isidoro estaba allí, pero confiaban en su destreza. Se habían colado muchas veces antes, pero esa noche había algo en el ambiente que los hacía sentir más intrépidos.
— "¡Rápido, antes de que se dé cuenta!", susurró Pablo, el más nervioso de todos.
Con movimientos ágiles, la pandilla cruzó la entrada lateral del cine y se deslizó hacia la oscuridad. Uno por uno, lograron entrar sin que Isidoro los viera, aunque la sensación de peligro estaba en el aire. Una vez dentro, se acomodaron en los asientos, riendo entre ellos, como si hubieran ganado una batalla.
Pero esa noche, Isidoro no estaba dispuesto a dejar que se salieran con la suya tan fácilmente. Apenas escuchó los pasos furtivos de los chicos, supo lo que estaba ocurriendo. Desde su puesto, no despegó los ojos de la pantalla, pero sabía perfectamente lo que pasaba en la penumbra del cine.
A los 20 minutos de la película, cuando la pandilla ya se sentía segura, Isidoro apareció de repente. Con su paso firme y su mirada implacable, cruzó el pasillo central del cine y se detuvo frente a ellos.
— "¡Fuera!", ordenó con voz grave. "¿Otra vez se creen que pueden burlarse de mí?"
La pandilla, sorprendida, se levantó rápidamente, pero no sin antes lanzar miradas furiosas al acomodador. Isidoro los echó uno por uno, sin dudarlo, empujándolos hacia la salida con la misma firmeza de siempre.
— "¡Nos vamos, chicos!", dijo Manolo, con rabia contenida. "Esta vez lo pagará."
Cuando salieron del cine, la noche había caído por completo. Las luces del cine Espronceda titilaban suavemente, reflejando un resplandor triste sobre el parque. Los chicos no se fueron a casa esa noche. En lugar de eso, se apostaron en el parque, escondidos entre los árboles, esperando el momento de la venganza.
Isidoro, como siempre, salió del cine tras dar la última mirada a los asientos. Caminaba hacia su casa, sin saber que esa noche su destino estaba sellado. La pandilla de los 5 lo acechaba, con la furia acumulada de tantas expulsiones y la humillación de haber sido echados una vez más.
Cuando Isidoro pasó cerca del parque, los chicos saltaron de las sombras, lo rodearon y lo atacaron sin previo aviso. La furia de la pandilla no tenía freno. Golpearon a Isidoro con rabia, sin que él pudiera defenderse. Los golpes, rápidos y certeros, hicieron que el hombre cayera al suelo, incapaz de levantarse.
Esa noche, el cine Espronceda fue testigo de un crimen que nadie había anticipado. El acomodador Isidoro, el hombre que había velado por el orden y la disciplina del cine durante tantos años, ya no estaba.
El juicio fue un espectáculo absurdo. Ninguno de los chicos aceptó la culpa. Todos se acusaron mutuamente, y al final, el tribunal no pudo determinar quién había asestado el golpe fatal. La justicia no pudo alcanzarles, y la pandilla de los 5 salió indemne, como si nada hubiera pasado.
Desde aquella fatídica noche en que el acomodador encontró su trágico destino, su espíritu nunca dejó de rondar cerca del Cine Espronceda. Los habitantes de Almendralejo cuentan que, especialmente en las noches frías, cuando la luna se oculta tras las nubes y el viento susurra entre los árboles del parque, la figura fantasmal de Isidoro se aparece.
A menudo, los transeúntes que pasean por el parque aseguran haberlo visto sentado en un banco, inmóvil, con su uniforme de acomodador y su gorra bien ajustada. En ocasiones, los más valientes se acercan a él, pensando que es simplemente un hombre solitario, pero siempre ocurre lo mismo: al sentarse a su lado, un escalofrío recorre sus cuerpos, como si la temperatura hubiera bajado varios grados en cuestión de segundos. Es entonces cuando Isidoro, con voz grave y tranquila, les pregunta:
— "¿Sabes a qué hora empieza la próxima película?"
Los más asustados, temblorosos, miran al fantasma. Aunque su rostro es inexpresivo, hay algo en sus ojos que parece estar esperando algo más que una simple respuesta. Después de un largo silencio, cuando la persona intenta balbucear alguna respuesta, Isidoro simplemente se levanta lentamente, se despide con un gesto que parece una reverencia, y desaparece entre las sombras, como si nunca hubiera estado allí.
En las noches más oscuras, si te acercas al parque, aún puedes sentir su presencia. La brisa, fría y pesada, parece rozar tu piel como un susurro, y puedes escuchar el crujido del banco vacío.
Los más curiosos, se sientan en uno de los bancos del parque y esperan a que el espíritu de Isidoro les pregunte por la película. Nadie sabe si realmente busca compañía o si solo quiere recordar aquellos días en los que, como acomodador, vivía rodeado de risas, películas y gente, sin saber que su destino estaba marcado por la rabia de unos jóvenes.
Lo único seguro es que, cuando el viento susurra entre los árboles y las luces del parque parpadean, el alma de Isidoro sigue esperando. Y hasta que alguien se atreva a darle la respuesta que busca, su espíritu permanecerá en ese parque, en ese banco, como una sombra más de la historia que nunca terminó.
El fantasma de Isidoro no busca venganza, ni castigo. No es un espíritu vengativo, sino un alma atrapada en la espera, en la rutina que conoció en vida. Su pregunta sobre la hora de la próxima película es una forma de aferrarse a lo que conoció, a lo que era su vida cotidiana, antes de que su existencia se viera truncada. La constante repetición de esa acción refleja la incomodidad de su espíritu, que no puede descansar hasta encontrar algo que lo libere de su eterna vigilia.
El hecho de que solo interactúe con aquellos que se sienten atraídos por su presencia, como si estuviera buscando una conexión o una respuesta, le da un toque de melancolía. Isidoro no está interesado en hacer daño, sino en hacer sentir su presencia, en crear una conexión con los vivos, quizás buscando redención o, tal vez, simplemente compañía.
Inspirada en la historia de
“La Pandilla de los Desalmaos y el cine Avenida”
de Estrella Martínez
Moreno.
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